Por Eva Pietrantuono
Las estrofas del Himno Nacional se entonaron en un crisol de voces, en una Plaza a la que muchos quisieron ir pero pocos pudieron llegar. Un verso que aplica para hablar sobre cómo supo ser la Universidad antes de la gratuidad.
No hay acuerdo en el número. Pero en la tarde del martes no cabía un alfiler en algunas de las icónicas calles que delinean la zona céntrica de la Ciudad de Buenos Aires. 150.000 de base: fue el Gobierno de la Ciudad el que cimentó el piso de la cifra. El diario La Nación escribió que, entre 15:30 y 18:30 , se congregaron alrededor de 430.000 almas; para las autoridades de la Universidad de Buenos Aires el número rozó los 500.000. Los organizadores de las fuerzas políticas estudiantiles alegan que fue casi el doble. Y eso sin contar Córdoba, Santa Fe y demás puntos de concentración. Un millón repartidos, comentan otros.
Lo seguro es que los caminos circundantes a Plaza de Mayo y al Congreso de La Nación fueron inundados por una pluralidad de gente en marcha. La consigna que las amalgama era una. Amplia, fundacional, abarcativa: la defensa de la universidad pública, gratuita, federal y de calidad.
La situación que desató la preocupación fue el congelamiento del presupuesto universitario. Para el 2024 se destinaron los mismos fondos que para el 2023, después de que este último finalizara con una inflación anual de 211,4%.
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Plaza Houssay. 14 horas
Los móviles de la TV ya se habían instalado en lo que prometía ser una cobertura histórica. Docentes, estudiantes y agrupaciones pigmentaban las imágenes con banderas e insignias. Un niño de no más de ocho años captaba todos los flashes: “Educación para todos”, la inscripción que grababa su guardapolvo en la espalda. Plaza Houssay sirvió de escenario de largada para la UBA; paisaje que juega u oficia de patio y epicentro para miles de estudiantes en sus facultades de Ciencias Médicas, Económicas, Sociales, Odontología, Kinesiología y Fisiatría, en orden decreciente de alumnos. La corona, el Hospital de Clínicas José de San Martín, también de dependencia universitaria.
Allí esperaba estoico el profesor Gabriel Sánchez. Odontólogo y egresado de una facultad que se esgrime a pocos metros de distancia.
—Es importante defender la educación pública porque nos permite enseñar, hacer docencia e investigación. Permitió que hijos de obreros y enfermeras como yo hayan estudiado en universidades donde lo hicieron cinco premios Nobel admirados a nivel mundial.
Todos hechos en la UBA: Carlos Saavedra Lamas y Adolfo Pérez Esquivel (Paz), Luis Leloir (Química), César Milstein y Bernardo Houssay (Medicina y Fisiatría). Los cinco argentinos en recibir el célebre galardón.
Uni-versi-dad, de los trabaja-dores, al que no le gusta, se jode, se jode. El canto alrededor hacía eco en más y más voces. Sánchez aún no se sumaba.
—Merecemos un presupuesto acorde a las necesidades de los estudiantes, de los docentes y de los trabajadores que hacemos la gran familia de la UBA.
El tráfico que antes circulaba por avenida Córdoba fue confinado por un cordón de la Policía de la Ciudad que –a cargo del operativo de seguridad– escoltaba a las columnas marchantes para bajar hacia Callao en dirección al Congreso. “Nací pobre, pero gracias a la universidad pública fui alumna, becaria, pasante, docente, investigadora y graduada de economista de la UBA”, rezaba el cartel de una mujer al frente de la multitud.
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Av. Córdoba. 14.30 horas
Escuela Normal Superior N° 01 en Lenguas Vivas – Presidente R. Sáenz Peña. Estudiantes secundarios y terciarios cual granaderos plantados en guardia simbólica a sus puertas. Cuidaban y velaban por la integridad de lo que les fue encargado. En sus manos, una idea: “Mientras existan docentes de pie no habrá pueblo de rodillas”.
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Congreso. 15 horas
Cientos, miles de fotos. Personas con carteles que rugían consignas, encuadradas en planos donde el Congreso de La Nación aparecía de fondo -como escenografía-; el anhelo de que éste eligiera abrazar el papel protagónico en un nuevo capítulo de la biografía argentina de lucha y conquista. Semblantes serios mediante, insignias alzadas a dos manos que –en caso de cansancio y fatiga– cambiaban de abanderado pero no se escondían.
Se veían las columnas habituales de las movilizaciones nacionales; partidistas, sindicales, nombres conocidos de la política local que acompañaron a sus grupos. A lo lejos caminaba la líder de izquierda Myriam Bregman; allá –más lejos– lo hacía el ex funcionario y jefe del Gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta. Pero eran actores secundarios en una tarde donde la convocatoria rebasó costumbres y tradiciones. Distintas pancartas identificaban a los diferentes encolumnados estudiantiles y docentes de las instituciones estatales: la Universidad Nacional de las Artes (UNA), la de La Matanza (UNLaM), entre otras. Y la poblada periferia; los que se movían por entre los huecos, fuera de filas y sogas. Niños y niñas, jóvenes de la zona sur, norte y oeste del conurbano bonaerense. Alumnos de sus universidades; otros de escuelas de gestión privada, como lo contaba el cartel que una veinteañera levantaba con una sonrisa: “A mi me pueden bancar la UADE gracias a que mi mamá estudió en la pública, ¿cómo no la voy a defender?”. Y los jubilados, como esas dos maestras que se escuchaban al pasar.
—En algún momento tenemos que avanzar.
La docente de biología y educación física charlaba junto a su colega y amiga de geografía. Estaban atascadas en una congestión de cuerpos que marchaban inmóviles hacia algún lado. Las dos en su primera movilización; novedosa fauna en un ecosistema exótico, pero allí presentes por elección. A su izquierda, el cordón que las separaba del conjunto de estudiantes de la columna de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP); a su derecha, una Comisión Interna del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas).
Crecía la densidad de personas y más tiempo se tardaba en avanzar. Los bata-blanca habían recorrido solo 20 metros en 40 minutos y –como sucedió con muchos de los que a las 16.30 seguían en Congreso– su llegada a Plaza de Mayo se ponía en duda. Por el momento, buscaban un escape para la olla a presión que era ese mar de gente acumulada. Lo encontraron en un pulmón de aire enrejado y aprovecharon para reagruparse en esa mini plazoleta. Vienen de meses turbulentos. El CONICET –galardonado por sexto año al hilo como el mejor instituto de ciencia de América Latina por el ranking Scimago Institutions– tiene alrededor de 28.000 empleados, de los cuales 10.000 tenían contratos anuales que ahora se reevalúan trimestral o semestralmente. Además, a finales de marzo sufrió el despido de 150 trabajadores, luego de que el gobierno haya decidido degradar el ex ministerio de Innovación, Ciencia y Tecnología a nivel de Secretaría. Las becas pasaron de 1.300 en 2023 a 600 en 2024.
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El discurso final sólo fue el signo que coronó algo de mayor dimensión. La palabra transforma, es imperante y esencial para la trascendencia y el conocimiento. Sin embargo, una multitud de personas que marcharon ese martes no llegaron siquiera a divisar Plaza de Mayo lejos en el horizonte; mucho menos escuchar el documento pronunciado por Piera Fernández de Piccoli, presidenta de la Federación Universitaria Argentina (FUA), estudiante del último año de la carrera de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Río Cuarto, en la Córdoba que fue cuna de la Reforma Universitaria de 1918. Pero el significante, el sentido de lo que se pronunciaba a pocos metros del Cabildo, representado en la pulsión y voluntad de movilización, se gestó en el aire.
El 23 de abril fue además el Día Mundial del Libro, objeto que en la previa se sugirió llevar como bandera para defender la universidad pública, gratuita, federal y de calidad. El que más guste, cualquiera fuera en la infinita y universal biblioteca de Babel de Borges.
—No tenía idea que había que traer un libro.
Una joven se había enterado allí de la iniciativa al ver al resto sostener historias con el brazo en alto. Pero justo –de casualidad– llevaba uno en la mochila que tenía pendiente de terminar, según confesó a su amiga. Justo –de casualidad– había llegado a la página de Farenheit 451 en la que Ray Bradbury escribió unas palabras que decían –y dirán siempre– así:
“No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe”.