sábado, julio 27, 2024

El partido fantasma que evitó una invasión

Por Martín Macías

Feliz año nuevo. El primero de enero es un día de festividad; resaca; descanso y alegría, acá y en todo el mundo. Por lo menos en la generalidad, obvio. El cambio de década en el calendario -sea para bien o mal- nos marca a todos: a los que podemos festejar y a los que están lejos de casa, por A o por B. Lamentablemente, no todos los primeros de enero fueron un buen día en la historia. Al menos, durante siete años, entre 1939 y 1945.

La declaración de guerra del Rey Jorge Sexto del Reino Unido a la Alemania comandada por el señor del bigote, el primero de septiembre de 1939, desató calamidades a diestra y siniestra. No hubo terreno segmentado en el mapa europeo que no sufriera las consecuencias de un conflicto bélico a la altura de la antecesora “Guerra Mundial”, producto del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Todos los frentes se vieron afectados; incluso, los que menos tenían que ver en la disputa: el fútbol, por ejemplo.

El deporte rey en su tierra natal, Gran Bretaña, sufrió el golpe más duro: varios de los jugadores de toda la isla tuvieron que abandonar la cancha para tirarse a la fría tierra de las trincheras aliadas y enemigas, acompañados de metal caliente y un cementerio de esquirlas a sus pies. Los pocos suertudos que no viajaron para arriesgar su vida en un conflicto de intereses hicieron lo posible para que la pelota no se desinfle. Aún con todo el panorama desolador, cada una de las conglomeraciones independientes entre sí optó por organizar torneos de nivel regional con el fin de calmar al público. Sacarlos del trance, incluso, en una fecha tan potente y significativa.

Arrancó el año 1940. La Liga Escocesa de Emergencia por la Guerra -Scottish War Emergency League- empezó casi a la par del conflicto global. El primero de enero, como es costumbre en el Reino Unido, hay fecha. Se juega. El torneo, dividido en dos zonas -Este y Oeste- nos regaló de entrada un clásico: Edimburgo, capital de Escocia, se paralizó -no solo por la guerra- para presenciar un electrizante partido entre el Hibernian Football Club y el Hearts of Midlothian. 15 minutos de viaje en auto separan a ambos equipos entre sí; una rivalidad eterna los une en vida y muerte.

El río Forth acolcha con sus aguas al distrito de Leith, uno de los tantos que componen a Edimburgo. El puerto es un punto clave de desembarco de máquinas acuáticas para la ciudad, el país y cualquier comerciante externo. La Luftwaffe, fuerza aérea del ejército alemán, tenía un plan perfecto de invasión a través de la boca del puerto, donde yace el antiguo yate de la Corona Británica, el “Real Britannia”: la capital conecta al resto de ciudades del Reino Unido; por ende, la rentabilidad de ingreso para los alemanes y sus tropas era ideal a través de la segunda ciudad más grande de Escocia.

Las coincidencias del anuncio-amenaza alemán; la accesibilidad del puerto de Leith y la casualidad de disputar un clásico de nivel nacional parecen sacadas de un cuento de Fontanarrosa. La fecha 12 de la Zona Este de la Liga Escocesa abrió el lunes -y el año- a las 14 horas con un Easter Road, estadio del Hibernian, recibiendo un estimado de 14.000 personas -2000 más que el aforo general-. Un día ideal.

El remanente de entradas pudo haber sido mayor si no fuera por el conflicto bélico, que obligó a hinchas de los Hibs y los Jambos -también a los neutrales- a combatir en las trincheras. Con tal de acompañar a todos los que no estaban, la cadena BBC decidió transmitir el partido por radio. Esto iba a ser un arma de doble filo para el transcurso del partido e, incluso, de la historia: por un lado, había que asegurarle a los hinchas una cobertura acertada y englobada; por el otro, la desdicha de la amenaza germana al pie del cañón. Cualquier general de alto rango podría escuchar las indicaciones del encuentro y atacar Forth Lock, en el puerto, a menos de 15 minutos de viaje del estadio. La Wehrmacht lo tenía todo para inclinar a sus pies a Gran Bretaña entera si llegaba a las vías del ferrocarril de Edimburgo.

Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. La tradición del clásico a principio de año no iba a ser interrumpida por un problema climático ni por una guerra. Nada de nada. Acá es donde Leo Hunter, Redactor en Jefe de la BBC, designó al relator Bob Kinsley para brindarle un servicio especial a los radioyentes pendientes al partido; no sin antes demandarle, con lujo en el énfasis, una pequeña condición: recalcar, desde que inicia hasta que termina la transmisión, que en Edimburgo había un sol que rajaba la tierra. La Luftwaffe no atacaría en esas condiciones, lo que arruinaría el efecto sorpresa de las tropas.

Bob, con más dudas que certezas, saltó a la cancha -de manera retórica-, se puso los botines y empezó a jugar su partido. La tarea comandada por Hunter, aunque fuese más que vital, no iba a ser nada fácil. Edimburgo amaneció tapado, de pies a cabeza, por un sinfín de nubes que, lejos de premonizar una tormenta, marcaban la agenda de lo que iba a ser el resto del día: un nubarrón británico, se podría decir, característico de la isla. Espeso como un pote de dulce de leche. Un smog atroz que dificultaría el relato y, también, la visión de Kingsley.

Minutos previos a que el árbitro Peter Craigmyle esforzara la garganta para dar el silbatazo inicial, todas las nubes que sobrevolaban las 14 mil y pico de cabezas en el estadio empezaron a bajar, como si de un ascensor antiguo se tratara, lentamente sobre el verde y desteñido césped del Easter Road, para hacerle “marca en sombra” a los jugadores. El público alrededor solo podía confiar en dos fuentes: el silbato del árbitro y el grito de alguna de las almas empilchadas con la ropa de su equipo. El tercero era Bob, que se encontraba en la misma situación que ellos.

Consternado desde la tribuna de relatores, nuestro encargado empezó a transpirar frío: ni él ni Hunter, que se encontraba a su lado para corroborar que todo saliera bien, podían creer su mala suerte. La niebla era tal que, aún con las formaciones confirmadas, solo podían reconocer a dos jugadores en todo el terreno: al 11 del Hibernian, John Donaldson, y al 7 del Hearts, John Gilmartin. Cuando los silbidos de las gradas comenzaron a aturdir a propios y extraños, el comentarista se percató de que, quiera o no, tenía que empezar el relato.

El terreno de juego era un telón de pura niebla. Acá, donde las papas queman y el fuego arde como nunca, es donde hay que sobreponerse a la adversidad. Ni aún estando a dos metros de la cancha se podía divisar lo que por dentro se vivía. La transmisión, ya empezada, no podía dar marcha atrás. A Bob, quizá, se le prendió la lamparita en el momento exacto: de entrada, tenía que destacar el soleado día que acompañaba el partido en Edimburgo, lo cual era un invento para despistar a las fuerzas alemanas . Entonces, ¿por qué no inventar, por completo, un relato de fútbol?

Los únicos atentos a lo que pasaba en cancha eran los jugadores y Craigmyle. Ni la vista forzada del mejor oculista de la ciudad podía enganchar alguna jugada en ese momento. Poco a poco, entre los hinchas presentes en el estadio que escuchaban el relato, empezaron a palpitar más y más el partido: Bob, salido de sí, le agregó un condimento especial y transformó la incertidumbre en un partidazo. “¡Falta del equipo local y tiro libre para el Hearts!”; “¡Gran atajada de James Kerr!” -el arquero visitante-; “¡Hay gol del Hibernian, señoras y señores!”. Todo pasó en su cabeza. Y sí, en todo momento recalcó que el soleado día era inmejorable para la ocasión. Los ojos de 14 mil hinchas escoceses eran los de un hombre de traje igual de ciego que ellos.

La vida misma decidió que, aún con el clásico más importante del país jugándose en simultáneo -el Old Firm entre el Celtic y el Rangers de Glasgow- el año nuevo comience con un verdadero partidazo que nadie, ni el propio relator, vio en verdad. Bob, exaltado, cerró la transmisión a la par de un hecho casi que inimaginable: paró con la emoción en el momento que vio a Donaldson, el 11 de Hibernian y su única referencia en el campo, irse al vestuario. El problema es que lo sacaron sus propios compañeros de equipo, porque el partido había terminado hacía, aproximadamente, diez minutos.

Hay dos puntualidades que, por culpa del clima más británico nunca antes visto, Bob se perdió: en primer lugar, Craigmyle -el árbitro- terminó el primer tiempo dos minutos antes de llegar a los 45 minutos, y fue a buscar a los dos equipos para que vuelvan a jugar lo que faltaba; por el otro, es que en el éxtasis de su partido ficticio, no pudo divisar el verdadero resultado final. En su cabeza, el Hibernian y el Hearts empataron 3 a 3; en la planilla oficial, el visitante ganó 6-5, en lo que significó uno de los encuentros más apasionantes en la historia del clásico de Edimburgo. Ah, y Donaldson -nuestro gran amigo- metió tricota, pero no se llevó la pelota a casa.

La cortina de humo funcionó. Kingsley le dio una cucharada propagandística a los alemanes, con un partido que no existió y unas condiciones climáticas de fantasía. Sin saberlo, Bob salvó a Escocia y al Reino Unido con su habilidad. Pero, vamos a ser sinceros: qué partidazo que se perdió, viejo.

En la planilla figura que el Hearts empezó a la cabeza gracias a Donaldson, con un gol a los 15’ del primer tiempo; en menos de dos minutos, empató el local. Así, sucesivamente, hasta llegar al entretiempo con un 4-3 en ventaja para los visitantes, que ampliarían en el complemento. El Hibernian lograría empatar con un doblete de John Cuthbertson. Finalmente, Tommy Walker marcó el sexto de su equipo a falta de cinco para ir a las duchas. Una locura, en absoluto. Aún así -sin miedo a equivocarme- creo que todos los oyentes hubiesen preferido que el partido se diera tal cual lo inmortalizó Bob con su maravilloso y emocionante relato.

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