sábado, noviembre 23, 2024

El día que Killer desató la furia por una caricia en el alma

Por Augusto Papasidero

Falta. Tremenda falta. Lo bajaron a Eduardo Cáceres al borde del área rival, el “Gatito” no se la agarró con el indonesio -que terminó en el suelo tras el patadón que le dio al jugador de Rosario Central-, pero el que sí lo hizo fue Mario Killer. A modo de chicana, el “Colorado” le agarra la cabeza al rival, entre líneas se leía el significado de “jueguen un poquito más a la pelota” que ocultaba ese gesto. Ningún canalla sabía que allí el tocar la cabeza de alguien es una grave falta de respeto. Tienen la creencia de que el alma de una persona se sitúa ahí. 

A los pocos segundos se podía ver el corte taza anaranjado yendo de un lado para el otro, corriendo y esquivando patadas y piñas, todo mientras que la policía intentaba a los tiros que el público no entrara a la cancha. 

30 años antes esos mismos disparos se escuchaban multiplicados. Por ese entonces Indonesia no era Indonesia, tenía una bandera muy similar a la de Países Bajos. La diferenciaba una inscripción en el centro, que más que un escudo podía ser el logo de una marca de ropa. El territorio respondía al nombre de Indias Orientales Neerlandesas, ahí en 1945 entre 45.000 y 100.000 soldados perdieron la vida luchando por la independencia que se les fue otorgada tras cuatro largos años. 

En ese contexto Rosario Central fue invitado a participar de un cuadrangular que entregaba un trofeo de oro macizo con diamantes incrustados. Competían también por la “Copa de las Tres Décadas” el Benfica de Portugal, el Dnipro -un equipo hoy ucraniano, por ese entonces de la Unión Soviética- y la propia Selección local. 


“Fue tal la reacción de ellos que empezaron a correrme, a pegarme a mí. El arquero me tiró una patada voladora. Ahí empecé a recular. Mi hermano pegó trompadas y yo le amagaba al que me seguía. Se armó un lío enorme”.


Todo esto se realizó a fines de agosto, a principios de ese mes los hermanos Killer, Ramón Bóveda y Mario Kempes jugaban con la celeste y blanca algunos partidos de la Copa América de 1975. En un interín se calzaron la azul y amarilla para la gira asiática con su club. Mismos colores que vistió Independiente, también contra Indonesia a principios de ese año. Por un tema de televisación y confusión entre los tonos de las camisetas, los locales se quedaron con la roja y los argentinos clavaron casaca amarillenta y shortcitos azulados. 

Antes de ir para el continente oriental pararon en España. Ahí se quedó algunos días Mario Killer, solo, esperando que el Sporting de Gijón oficializara su fichaje por unos 36 mil dólares. En un desconcierto por parte del club informaron la contratación de Killer, pero de Daniel, su hermano. Corrigieron y el defensor de metro sesenta y seis partió para acompañar a su equipo en sus últimos partidos. 

En Argentina los allegados a Central mostraban su descontento con la junta directiva. Repetían la frase de que los dirigentes estaban “cortos de ideas”, tardaron hasta días en enterarse de que le habían ganado 2 a 1 al equipo soviético (o ucraniano). Llegaban envalentonados. Hacía unas semanas le habían metido 10 a Racing; está bien, por problemas extra futbolísticos ninguno de los dos tenía el equipo titular, pero en palabras del propio Mario Killer tenían un verdadero equipazo. 

Les estábamos pegando un baile”, recalca el que, quizás, prendió la mecha en Yakarta. El Estadio Bung Kamo explotaba con 30.000 personas. Una pista de atletismo gigantesca y un techo inigualable para la época contorneaban el césped. 2 a 0 y los locales no dejaban pasar ninguna, mucho menos algo que bajo sus costumbres era un menosprecio gravísimo. Hay quién dice que fue una tirada de los pelos, otros como Kempes que remarcan que solo apoyó su mano en la cabeza del oponente. Haya pasado lo que haya pasado el desenlace está claro. 

Killer lo cuenta: “Fue tal la reacción de ellos que empezaron a correrme, a pegarme a mí. El arquero me tiró una patada voladora. Ahí empecé a recular. Mi hermano pegó trompadas y yo le amagaba al que me seguía. Se armó un lío enorme. Tuvimos mucho miedo”. Al unísono la gente intentó ingresar a la cancha, se ve que no solo el delantero indonesio se había sentido tocado. El cielo recibió todos los balazos que los 100 uniformados lanzaron para ahuyentar la estampida digna de Pamplona. 

Algo por el estilo le volvería a pasar a el Matador Kempes. En 1996, ya con un pie y medio afuera del fútbol profesional, se desempeñó como jugador-entrenador del Pelita Jaya también en Indonesia. En un partido de visitante contra el Persib ingresó con sus compañeros al vestuario, cuando salieron las líneas de cal ya no se veían. El público colmó el terreno y para sacar un lateral le tenían que pedir permiso a los hinchas. Botellazos, piedrazos y cualquier cosa terminada en -azo de por medio hasta que el árbitro dio fin al partido que terminó 3 a 0 para el local, y con los del Pelita Jaya subidos a un camión de policía para salir vivos del estadio.

Cuestión. Roja para el Colorado y el ambiente se tranquilizó. El encuentro siguió su rumbo y Central llegó al tercer partido ya como campeón. La derrota contra el Benfica por 2-1 fue totalmente anecdótica. Los diarios del momento titulaban, unos cuantos días después, “Ejemplo Auriazul” a la travesía del club rosarino. El 5 de septiembre retornaron, todos menos Mario Killer, a Ezeiza en un viaje de Aerolíneas Argentinas. De ahí para Santa Fe. Otro que llegaría a esa provincia unos seis años más tarde sería Behrouz Roohani. 

¿Quién? 

De todo esto se desprende una historia paralela contada por El Ciudadano. Roohani era un joven iraní que quedó enamorado de la casaca del Canalla cuando la vio por televisión en ese partido contra la selección asiática. Tal fue su fanatismo que hasta puso el amarillo y azul en la camiseta del equipo de su pueblo. A principios de los 80’ la guerra se desató entre Irán e Irak, por lo que Roohani buscó escapar de ahí. Cosas del destino lo trajeron a la Argentina. Pasó por el Monumento a la Bandera y la vio. Volvió a ver esa remera que lo había fascinado, no la llevaba Kempes sino que un hincha cualquiera. Le preguntó al portador si alguna vez ese equipo de rayas verticales había jugado en Yakarta, le respondió que sí. Ahí fue cuando decidió sentar cabeza en Santa Fe. 

San Lorenzo 1346, entre Corrientes y Entre Ríos. La bóveda del Banco Monserrat resguardó aquella copa. Era más que un trofeo de un torneito amistoso. Más allá de su valor material -que poco seguro que no era significaba la prueba de esa batalla que supieron esquivar o de aquella anécdota que, dentro de todo, terminó bien. Este lunes Argentina se las ve con Indonesia. El primer partido entre ambas selecciones, no hay pica, pero después de escuchar esta secuencia tranquilamente podría haberla. 

De la copa ni noticias, se extravió (o la extraviaron) y nadie sabe dónde está.

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