Por Matías Biondi
Nunca rendirse. Esa frase define a Luka Modric, quién a través de la pelota pudo encontrar una salida a una infancia marcada por los conflictos bélicos.
Nacido en la localidad de Zadar, actual Croacia, fue donde vivió durante cinco años hasta que en 1991 estalló la Guerra de independencia croata en la extinta República de Yugoslavia. Ante esto, tanto Luka como su familia se vieron obligados a escapar hacía zonas más seguras dejando atrás el horror. Durante su desplazamiento tanto él como su familia serían testigos de cómo su abuelo fue asesinado por fuerzas serbias frente a sus ojos.
Tras dejar la guerra, pudo regresar a su pueblo natal donde pasó dos años viviendo en un hotel para refugiados afectados por el conflicto. Fue en el estacionamiento de ese lugar donde descubrió la pasión que cambiaría su destino: el amor por la pelota. Mientras jugaba con otros niños en la misma situación, fue el dueño del hotel y dirigente del NK Zadar, quien al verlo jugar decidió llevarlo a entrenar con el equipo juvenil.
A pesar de mostrar un gran potencial en la cancha, su apartado físico le jugó en contra a la hora de ser ojeado por clubes más importantes, como el Hajduk, del cual era hincha y que lo rechazó por ser “bajo y flaco”. Sin embargo, no bajó los brazos hasta que cuando cumplió 16 años, el Dinamo Zagreb, el más ganador de la liga croata, lo terminó fichando como su futura promesa.
Sus buenas temporadas en el Dinamo, llevaron a dar el salto a la Premier League al incorporarse a las filas del Tottenham Hotspur, para posteriormente llegar al Real Madrid en 2013 donde se ha convertido en un referente y pieza clave del club con el que consiguió cinco Champions League.
Más que un referente, Modric es un ejemplo de vida para los casi cuatro millones de habitantes de Croacia, finalista en Rusia 2018 de la mano de un futbolista modelo para futuras generaciones de jóvenes que sueñan con triunfar jugando al fútbol.