Por Matías Montenegro
Paulo Dybala es uno de los mejores jugadores argentinos en el mundo. Su zurda, su gambeta, el remate y la habilidad lo llevaron a crecer como futbolista en Palermo, Juventus y Roma, pero la Joya se descubrió mucho antes y no lo hizo ningún cazatalentos: fue su papá.
Paulo, en Laguna Larga -su ciudad natal-, jugaba en Newell’s, una filial del club rosarino, pero en Córdoba. Aquella localidad, ubicada a 63 kilómetros de la provincia cordobesa, cuenta con menos de 8 mil habitantes.
Adolfo -padre del delantero- siempre quiso que sus hijos se dedicaran al fútbol. Gustavo, el mayor, no llegó; Mariano jugó en las inferiores de Gimnasia y Esgrima La Plata, pero no pudo. Quedaba la última oportunidad: La Joya.
Adolfo, de padres exiliados de Polonia luego de la Segunda Guerra Mundial, llevaba a su hijo más pequeño a entrenar a Instituto. En un Chevrolet Vectra negro recorrían 66 kilómetros para que aquel niño de 10 años fuera a entrenar todos los días. Lo llevaba, lo esperaba y lo regresaba de nuevo a la ciudad.
En el primer entrenamiento, Paulo fue con la camiseta de Boca. Santos Turza, quien lo recibió y probó en las inferiores de la Gloria, le advirtió que no podía asistir con indumentaria de otros equipos. El director técnico, a los pocos minutos de verlo, se acercó a Adolfo y le dijo que quería que el delantero se quedara a jugar allí. Curita, como lo llamaban de chico en su barrio, quedó encantado por la propuesta.
Desde 2003 hasta 2008, Adolfo recorrió, todos los días, las mismas calles y rutas para alcanzar el sueño que anhelaban él y su hijo, pero ocurrió el hecho que marcó la vida de Dybala para siempre: la muerte de su padre. Un tumor dejó a la deriva a un joven de 15 años, que pidió permiso en Instituto y durante seis meses volvió a jugar en Newell’s para estar más cerca de la familia.
A los dos días de la muerte, Paulo fue a jugar un partido. “La rompí. Corrí y grité como nunca e hice cosas que no había hecho en una cancha. Eso no me lo voy a olvidar jamás”, detalló en el libro La Joya. Pese a haber sido un dolor muy fuerte, el cordobés dijo que le había prometido a su papá que iba a ser futbolista profesional.
Al ser el más chico de la familia y ver cómo el resto ya estaban cada uno con sus temas personales, Paulo decidió irse a vivir a la pensión de Instituto y dedicarse de lleno a la ilusión que siempre tuvo su padre. “Me encerraba en el baño a llorar, pero por suerte aguanté”, relató el delantero de 28 años para Sportweek.
Por momentos se le pasó por la cabeza soltar todo y volverse a Laguna Larga. No tenía nada que perder, pero decidió quedarse porque desde que había fallecido su papá, Dybala entraba a la cancha y le pedía que le de fuerzas para lograr el objetivo, y tras convertir goles, señalaba al cielo en forma de agradecimiento.
Luego de dos años, en 2011, Instituto se jugaba el ascenso a Primera, que peleaba con River; el delantero titular de la Gloria se lesionó y Darío Franco, técnico de entonces, decidió darle la oportunidad a una joven promesa que surgía de las inferiores. Aquel 12 de agosto significó un antes y un después. Había cumplido con su padre, pero aún faltaba mucho por delante. Una semana más tarde, llegaría el turno de convertir. En su segundo partido, el nacido en Río Segundo marcó su primer gol como profesional. “Lo primero en que pensé fue en mi viejo”, recordó tras el encuentro. A lo largo de la Primera B Nacional marcó 17 goles, lo que lo posicionó como el goleador de Instituto.
No le bastó a la Gloria para lograr el ascenso, porque cayó ante San Lorenzo por la Promoción, pero el muy buen desempeño de Dybala lo llevó a tener reconocimiento en su club: es el primer jugador en anotar dos tripletes en la misma temporada siendo el más joven; superó a Mario Alberto Kempes que lo había logrado con 18 años.
Después de aquel certamen en la Segunda División, Palermo de Italia vino con todo para llevárselo a Europa. El hecho de emigrar era algo que anhelaba cualquiera que se dedicase al deporte, y más un enfermo por el fútbol como lo era Adolfo. Curita, o La Joya permaneció aferrado a una ilusión que un padre, quizás por frustración propia, no pudo lograr. Se alimentaba de aquellas charlas que surgían de camino al entrenamiento.
Hoy, en el mundial de Qatar, Dybala vuelve el tiempo atrás y se imagina en el auto de su papá, rumbo a un nuevo entrenamiento, con la ilusión de niño, el hambre de gloria. Así lo hubiera querido Adolfo, que le puso una Curita a su corazón antes de irse.