Por Federico Pineda
Escribir un texto bajo emoción violenta te nubla, te quita la posibilidad de analizar fríamente lo que pasó, pero hay una pregunta imposible de esquivar: ¿Queremos oír lo que pasó? Y otra mucho más importante; ¿la queremos creer? Muchos se negarán a hacerlo. Pero Diego trasciende más allá de su nombre. Lo decimos y ya sabemos de quién estamos hablando. Su muerte es el primer paso a la inmortalidad de un hombre que nunca dejo de ser Maradona. Con sus excesos y alegrías, Diego nunca dejo de enfrentar a su otro yo. El que nos abandonó.
El que revivió a todo, dejo de hacerlo. El que enfrentaba cualquier batalla no pudo ante su noble corazón corroído de tanto serlo. La salud desconoce de límites, exigencias o preferencias, pero él saltaba a cada obstáculo que la medicina le imponía producto de sus excesos. En esta nota, no encontrarán cuáles eran. Ya todos los sabemos. Y el que no, se los imagina.
A esta altura, usted leerá estas líneas y dirá: ¿Murió Diego Maradona? No. Bajo ningún punto de vista. Murió Maradona. Diego nunca se irá de nuestros corazones. Ese Maradona que vimos por última vez en el estadio de Gimnasia y Esgrima La Plata de mal ánimo, vaya uno a saber con qué propósito, ya no está más. El mismo que estuvo al borde de la muerte hace 20 años, allá por enero de 2000. Pero una vez más había gambeteado a la muerte.
En tiempos de la inmediatez que producen las redes sociales, el único registro que quedará serán videos. Fotos. Imágenes desgastadas por el paso del tiempo. Será el momento de aferrarnos a ellos con demasiado ahínco. Es el momento de sentarse y escuchar. Nada más. ¿A quienes? A los que lo vieron. Ese legado no fue en vano. Nada lo fue.
El debate sobre su persona nunca debe menospreciarse. Maradona fue ejemplo. Y no lo fue. Salió de un barrio olvidado, con múltiples carencias, botines que se rompían en cada partido que disputaba en su infancia. Su vida marcó una resiliencia admirable que supera todos los límites. Sin embargo, muchos podrán señalar el mal ejemplo de la trampa, la viveza criolla, sus excesos. En fin, la persona por encima del jugador.
Hace unos días me hicieron esta misma pregunta: “¿Qué opinas de Maradona?” Mi respuesta no revistió dudas: “¿Cómo jugador o cómo persona?”. Es una obligación separar ambos mundos. La idolatría ante su figura puede cegar hasta el más mínimo detalle, pero su beatificación nunca estará en discusión. Nadie fue, es ni será perfecto, pero Diego siempre será Diego.
Nada es fruto de la casualidad. Todo sucede por algo. Y su muerte pega a la perfección en un año que nos inundó de noticias tristes. Es una porquería escribir esta nota. Pero me resisto a creer que una parte del fútbol murió con él. No. En cada potrero, estará viva su imagen; a capa y espada. En cada cancha, se trasladará su legado. Su magia nunca dejará de estar ausente. Esa misma que regaló a toda una Nación jugando con la celeste y blanca en el pecho.
Cada persona es dueña de su recuerdo. Podrán quedarse con su vida privada, su excelsa capacidad dentro de una cancha de fútbol -o de lo que sea- o con las dos opciones. Como país, nos hizo lo más felíz que pudo. Ahora, es momento de quedarse con las acciones que uno prefiera. Su corazón no latirá más pero, más o menos, siempre estará en los corazones de los demás.