Por Nayla Suco
En Estados Unidos, Elvis Presley grababa su primer disco, y en Francia Pablo Picasso pintaba el retrato Sylvette. El polaco Albert Sabin consiguió la vacuna oral contra la poliomelitis, que a diferencia de la inyectable ofrecía protección de por vida. El cirujano estadounidense Clarence Walton Lillehei operó por primera vez a un paciente a corazón abierto. En Tokio, el boxeador Pascual Pérez se consagró como el primer argentino campeón del mundo al vencer a Yoshio Shirai, mientras Juan Manuel Fangio transitó 22 veces el rincón en el que el argentino Onofre Agustín Marimon perdió la vida, para consagrarse campeón mundial de automovilismo por segunda vez.
En el Pacífico estallaba la mayor explosión nuclear realizada por los Estados Unidos durante la Operación Castle. En Suiza, el futbolista argentino nacionalizado uruguayo Juan Eduardo Hohberg estuvo muerto durante 15 eternos segundos y milagrosamente revivió y se reincorporó al elenco celeste para culminar la segunda mitad del encuentro que determinaría a los finalistas de la Copa del Mundo de 1954.
En el quinto Mundial de la historia y el tercero en el viejo continente se entonaron solemnemente 16 himnos. Latinoamérica estaba representada por tres naciones, 12 casacas se hacían presentes para dar batalla en nombre de Europa, y Corea, valiente y solitario daba un paso al frente fantaseando con la posibilidad de llevar al continente asiático a lo más alto. Las selecciones, salvo la de Suiza por ser la organizadora del torneo, y la de Uruguay, por vigente campeona, clasificaron mediante Eliminatorias.
La semifinal se disputó entre la infalible selección de los charrúas, quienes habían conquistado los Juegos Olímpicos de 1924 en Colombes y 1928 en Ámsterdam, el mundial de 1930 en Uruguay y 1950 en Brasil, y el predilecto conjunto húngaro, que además de haber obtenido el Oro en los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1952, había mancillado a Inglaterra con un 6 a 3 en Wembley en 1953 y un año después en Budapest volvió a humillarla 7 a 1 con un fútbol maduro para la época.
El encuentro se disputó el 30 de junio en la cuidad de Lausana. El público Húngaro, que había agotado sus localidades, estaba en ascuas. Quienes vestían de color celeste no se quedaron atrás a pesar de ser minoría, y junto al resto de los aficionados aguardaban con júbilo la pitada del árbitro.
A los 14 minutos del primer tiempo los magyares abrieron el marcador. Sin dar tregua, en el comienzo de la segunda mitad extendieron la ventaja y posicionándose 2 a 0 arriba controlaron el juego. El conjunto uruguayo, carente del mediocampista estrella Obdulio Varela, se despertó y fue una jugada armada entre Pepe Schiaffino y Ambrois la que le permitió a Hohberg descontar faltando 15 minutos para el final. Uruguay atacaba insistentemente y Hungría se limitaba a esperar con siete hombres en retaguardia. 2-1 parecía ser el resultado final del encuentro, pero faltando tan solo tres minutos, hizo aparición nuevamente Schiaffino para cederle la pelota a Hohber, quien ejecutó un disparo potente y arriba para que el uno se convirtiera en dos y con el empate ir a prórroga.
El estadio entero sorprendido y desconcertado. Emanaron los abrazos, esos que se dan sin importar a quien, en los que se dejan de lado cualquier desemejanza, los que se conocen como abrazos de gol. El corazón de los aficionados latía con violencia y la lluvia le puso un marco más quimérico a la tarde. Dentro del campo de juego, el autor del gol, echó a correr desaforadamente, sus compañeros fueron a su encuentro y de pronto el héroe de la jornada se vió tapado por una avalancha celeste.
Culminó el festejo y todos los jugadores fueron reincorporándose. Todos menos uno: Juan Hohberg. El delantero que hace pocos minutos había resucitado a Uruguay yacía inmóvil sobre el césped, sin signos vitales evidentes. Ahora era él quien necesitaba ser revivido.
Las gradas enmudecieron, la consternación encarnizó en cada uno de los hinchas. El carnaval que se había desatado debía de esperar, siquiera se sabía si se reanudaría. El kinesiólogo de aquella selección, Carlos Abate, ejerció masajes cardíacos en su pecho, respiración boca a boca y hasta le administró coramina vía oral para traerlo de regreso puesto que su pulso era inexistente. Juan Hohberg estuvo muerto durante 15 eternos segundos. El uruguayo tomó ese intervalo para descansar.
¿Fue la emoción?, ¿el éxtasis?, ¿el regocijo insondable?… lo que sí sabemos es que el corazón de Hohber volvió a latir. Y con el suyo, todos los demás. El combinado sudamericano no contaba con más cambios por lo que el delantero ingresó nuevamente al campo de juego desechando las indicaciones médicas. A pesar de su hazaña, de morir y revivir, Uruguay cayó 4 a 2 frente a Hungría.
Hohberg formó parte de los 11 jugadores que batallaron por el tercer puesto, y para sorpresa de muchos, luego de lo sucedido, volvió a marcar. Sin embargo, su gol no fue suficiente, Uruguay cayó ante Austria y finalizó cuarto en la Copa del Mundo.
Juan Eduardo Hohberg pasó a ser recordado como el jugador que dejó la vida en la cancha literalmente. Demostró que el director técnico Juan López no se equivocó al convocarlo para defender la casaca y patentó que a pesar de que lo apodaran el “cordobés”, por haber nacido en esa provincia de Argentina, su corazón, el que se detuvo festejando un gol uruguayo, pertenecía y respondía a la celeste.