martes, abril 23, 2024

El penal más gritado del mundo

Por Bautista Olmos

San Pablo, Brasil. Estadio Arena Corinthians. Semifinal de la Copa del Mundo. Argentina contra Holanda. 9 de Julio del 2014. Sí, un 9 de julio en el que todo un país se independizó de la angustia futbolera y se escuchó un grito desahogado en cada rincón de la Argentina tras la ejecución de Maximiliano Rodríguez en la tanda de penales, que nos depositó en la final de un Mundial tras 24 años.

En 120 minutos de puro nerviosismo y fricción las selecciones no lograron quebrar el 0 a 0 y los tiros desde los 12 pasos se tornaron inevitables. Messi, Garay y Agüero tenían un inmenso deseo que les impidió fallar sus tiros y “Chiquito” Romero se transformó en un gigante obrero cuando construyó una pared para detener los bombardeos de Vlaar y Sneijder. El ídolo de Newell’s Old Boys tenía la oportunidad de anotar el 4 a 2 definitivo, comprar el pasaje con destino al Maracaná y escribir con fuego otra página dorada en la historia del fútbol argentino.

“La Fiera” inició una caminata lunar hacia el área que cualquier astronauta rengo hubiese hecho más rápido y que luego el mismo protagonista la catalogó como “los 40 metros interminables”. Eran las 19.44 en todo el país y muchos argentinos se preguntaron con una medialuna atragantada y el mate en mano: “¿Si la mete pasamos, no?”. La ansiedad crecía proporcionalmente cuanto más cerca estaba Maxi de la pelota y a Jesús se le llenó la bandeja del mail ante los innumerables rezos de los hinchas.

Rodríguez arribó a la escena del crimen para finalizar de una vez por todas esta película de suspenso y drama. Allí se encontró con su novia ofendidísima, a la que no le gusta que la traten a patadas y que prefiere que la duerman en el pie. Intentó conquistarla nuevamente con una caricia que explicaba el sueño del pibe de Rosario de conquistar un Mundial. Una caricia a cada corazón albiceleste que latía a la velocidad de la luz y suavemente disminuyó su ritmo cuando colocó la caprichosa en el círculo blanco pintado en el césped. De quinta pasó a punto muerto y el auto de cada espectador clavó los frenos a pura incertidumbre.

Los nueve futbolistas restantes entrelazados en la mitad de la cancha como los aficionados en las tribunas y los fanáticos en frente del televisor. Los suplentes y cuerpo técnico fundidos en un abrazo ya no querían ni ver cuando Maxi puso reversa hasta la puerta del área grande. El número 11 no consiguió mantener la emoción y sus cristales empañados eran un espejo de tantos argentinos optimistas que ya visualizaban el final feliz.

El árbitro advirtió al arquero Cillessen para que coloque sus pies en la línea de cal y evitar un intento de distracción por parte del holandés, digno de un mago que capta la atención de un niño inocente para agarrar la paloma de su bolso. Un trabajador que vive de los abucheos, por eso el turco Cuneyt Cakir soportó un par de insultos más al retrasar el penal varios segundos. Rodríguez necesitó dar pasos al costado debido a que su nerviosismo provocó que ni siquiera pueda aguantar quieto en el lugar como perro que espera que el dueño lance su hueso.

El silbato gritó y ya no había vuelta atrás. La desmedida soledad de dos guerreros enfrentados a combatir en una batalla y defender el orgullo de su nación, con todo el mundo expectante del resultado de la guerra. Allí se encontraban a 16 metros de distancia la espada del delantero y el escudo del portero, en busca de ser el venerable héroe aclamado por sus soldados y ovacionado de por vida por los habitantes de su imperio.

Si el gol es la fiesta de fútbol, entonces Jasper Cillesen ansiaba ser el aguafiestas. Allí estaba frente a su verdugo en la inmensidad de la valla vacía. No pudo atajar los tres penales anteriores  y si persistía esta racha el público olvidaría súbitamente todas sus hazañas y lo condenarían a la desgracia ajena.

y comenzó la infinita carrera de cinco metros. Un auto diseñado para llegar a máxima velocidad al lugar donde espera el objeto tan preciado, llamado “Brazuca”. El volante no titubeó, el motor rugió, el vidrio levemente empañado no obstaculizó la visión del conductor y la rueda izquierda se afirmó para que la derecha arribe con la potencia necesaria para impactar la circular línea de llegada.

La fiera fue el elegido y representó a toda una nación enfermiza de este deporte que anhelaba el abrazo entre la redonda y la red. El empeine de su botín derecho le impulsó una fuerza admirable para besar a su esposa, quien lloraba de emoción y felicidad. El balón inició el vuelo hacia la izquierda del pateador y aterrizó a media altura del arco.

Cillessen no se achicó ante la colosal definición de la semifinal y se transformó en un profeta profesional al adivinar la trayectoria del disparo. Quiso ser el protagonista de un final que no tenía un guión preparado para su participación como actor de reparto. Sus manos estiradas hacia la derecha colocaron guantes de acero demasiado frágiles para semejante misil. Jasper fue para Holanda lo que Juan Bautista Cabral fue para José de San Martín y la intención de enfrentar la bala lo terminó matando pese al sueño de ser el héroe nacional.

La caprichosa continuó su viaje tras hacer escala en las manos del neerlandés y elevó su trayectoria ante la parálisis respiratoria de innumerables aficionados. Su nueva escala sería el travesaño, el cual se localizaba allí por decisión del mismísimo Papa Francisco, quien visitó el estadio en los meses previos y ordenó que se levante unos centímetros para el futuro acontecimiento.

El esférico picó en el poste inferior que sostiene la red y Argentina soñaba con los ojos abiertos. Un estruendoso grito de gol colmó de la Quiaca hasta Ushuaia y unió como pocas veces a toda una nación en un solo abrazo. Solo el deporte y el fútbol son capaces de esto. Maximiliano Rodríguez lo logró con su penal y se tiró de rodillas a abrazar a Serio Romero para festejar el pasaje a la final de la Copa del Mundo.

Tanto en el Obelisco como en el Monumento de la Bandera solo se escuchaban cánticos futboleros y las villas se enriquecieron de sonrisas y festejos. Las Cataratas del Iguazú se inundaron de ilimitados llantos alegres y el cerro dejó de tener siete colores para ser albiceleste. Las ballenas bailaban en Puerto en Mendoza descorcharon infinidad de vinos, el Glaciar Perito Moreno se derritió con los fuegos artificiales y Gualeguaychú era un carnaval de festejos.

Todos los argentinos nos emocionamos con ese gol y sabemos dónde vimos aquella semifinal el 9 de Julio del 2014, hace exactamente 6 años. El día que volvimos a una final de la Copa del Mundo. El día que nació otro prócer nacional, llamado Maximiliano Rodríguez.

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