Por Iván Lorenz
El colombiano Juan Fernando Quintero ya le dijo que no al taco y eligió la personal tras el rechazo de Franco Armani. Gonzalo el Pity Martínez empezó a correr hacia la mitad de cancha del Santiago Bernabéu, el mítico estadio del Real Madrid, que desde su fundación en 1947 nunca imaginó albergar una final de Copa Libertadores de América. Pero así es el fútbol, el negocio de lo imposible.
Lucas Olaza forcejea con el número 8 de River que entró al minuto 57 para cambiar la historia. No hace falta que levante la cabeza, ya sabe que el Pity, el verdugo de Boca, está corriendo para donde tiene que correr y empieza a dibujarse el tercero. En Villa Crespo, a miles de kilómetros de España, Adriel y Lautaro Hudson, padre e hijo, dejaron de hundirse en sus asientos por el susto que les produjo el remate al poste de Leonardo Jara que provocó que todo el equipo del rival de la vida subiese al área en busca de la epopeya. Aprovechando el envión, se levantan del sillón y se disponen a correr con el 10 de River rumbo a la conquista de América.
Ni el mismísimo Cristóbal Colón lo imaginó de esa manera. Lautaro está con su remera blanca que tiene el escudo estampado en el corazón. Adriel se saca su buzo rojo y empieza a hacer el helicóptero, que ni cerca está de alcanzar la altura a la que se encuentran estos dos fanáticos de River. Empieza el conteo para que detone la bomba de bronca acumulada por haber pasado toda la tarde en el Monumental días antes, prendidos fuegos bajo el sol, ardiendo ahora en su casa por la pasión.
El Pity está a punto de agarrar el pase de Quintero. Tampoco se imaginó esa corrida. Quizás sí, en el Monumental. La debe haber soñado incontables veces. En Madrid, ni loco. Pero Lautaro y Adriel le dicen que sí, que está loquísimo. Lo mismo que le dijo el hijo a su padre cuando este se puso a averiguar cómo desasociarse del club de sus amores. Es que el veterano se sintió estafado, les robaron la ilusión de una final River-Boca en sus grandes narices, rasgo inconfundible de los Hudson. Tiene sentido que algo malo haya ocurrido aquel 24 de noviembre, porque, a diferencia de siempre, entraron a la cancha por Labruna y no por Udaondo y al micro de Boca lo mandaron a doblar por Monroe.
A Lautaro le hubiese encantado ver cómo el Pity ahora puntea la pelota hacia delante sin oposición, porque Carlos Izquierdoz le mira la patente, desde su rinconcito de la Sívori, el recoveco que elige para alentar a River. Así lo hace desde la Libertadores 2015. Los Hudson se mantienen firmes: nunca faltan a un partido de local de Copa, no hay nada más importante. Como tampoco lo hubo aquel 23 de junio de 2012, cuando el Rey David Trezeguet devolvió al Millonario a Primera. Lautaro recuerda aquel día en el living de su casa, donde vio llorar a su viejo y no pudo contener las lágrimas. El momento en el que se unió a River para siempre.
El Pity Martínez está por pisar el área de Boca y definir con el arco vacío. Lo acompañan Javier Pinola y Camilo Mayada, que con un ademán le dice al resto que se sume para el abrazo definitivo. Los Hudson quieren correr y no saben para dónde ir. Están en su fortaleza, el líving-garage, donde miran todos los partidos de visitante por Copa Libertadores sin falta. Tímidamente, Marcela Muñiz, madre y compañera, se acerca para grabar el momento final. Rex, el perro fiel, levanta la cabeza para ver qué pasa.
Lautaro y Adriel sienten la lluvia de la final de la Copa del 2015, el 3-0 ante Tigres que vivieron en la cancha. El Pity está por impactar, se encuentran a segundos del Déjá Vú que de Déjá Vú no tiene nada porque no hay nada que se compare con esta final.
Impacta. La pelota besa la red. El Pity se tira al piso, Pinola se le abalanza, llega Mayada, llega el resto. Desde Villa Crespo, los Hudson se funden en un abrazo y la casa es un crisol de emociones. Le gritan al cielo. Adriel se separa para tomar aire y Lautaro lo mira, como mirará todos los días desde el 9 de diciembre de 2018 algún videíto sobre la final, en busca de alguna explicación que pueda poner en palabras lo que siente. Pero no encontrará otra que se le acerque tanto a la definición perfecta como la que pensó mientras veía cómo el viejo se agarraba la cabeza en el living: “Papá, somos campeones de América”.