Por Maximiliano Das
En Suecia y Canadá los inviernos son más fríos. Y más duraderos. Durante esta estación, las noches son más largas. Tan largas que en los puntos más nórdicos no amanece. Mientras el Sol se debate si mostrarse o no, las jóvenes pasan su tiempo de ocio golpeando con un palo de madera un disco patinando sobre el hielo.
Son tantas quienes lo hacen y tan largas las noches que, de esos deportes, Suecia y Canadá están entre los mejores. Pero en el verano el Sol sale, los lagos donde se deslizaba el disco vuelven a un estado líquido y las jóvenes no tienen dónde jugar.
Muy lejos de esos bloques de hielo, de esas temperaturas y de esos inviernos, el deporte citó a suecas y canadienses, pero no fue para golpear el puck, sino para patear una pelota. Más específicamente en París, por los octavos de final de la Copa del Mundo.
El partido se preveía, a priori, parejo. Porque ambas selecciones son potencia porque, claro, cuando no se desliza ningún disco en los lagos, las jóvenes juegan al fútbol.
El primer tiempo fue monótono, pero el complemento comenzó con un ida y vuelta que concluyó en la apertura del marcador mediante la delantera sueca Stina Blackstenius a los diez minutos de juego.
Entonces, las Canucks fueron, más por inercia que con ideas, en busca del empate. Quince minutos después de haberse encontrado en desventaja, la árbitra australiana Kate Jacewicz sancionó, con la asistencia del VAR, un penal para las canadienses, el cual Janine Beckie pateó y la arquera Hedvig Lindahl atajó.
El impacto anímico sobre las norteamericanas se notó: Suecia se apoderó del balón y durmió el partido. Incluso generaron cierto peligro sobre el área de Stephanie Labbé, pero el tiempo se consumió sin que las Canucks lograran empatar el encuentro y las nórdicas obtuvieron su pase a los cuartos de final, instancia en la que enfrentarán a Alemania.
Para las canadienses queda esperar. Esperar que el hielo se congele. Y se vuelva a descongelar.