sábado, abril 20, 2024

La última danza de Diego

Franco Mazzitelli

Se juntaron, abarrotados adelante del televisor, para cumplir una vez más con la tradición: cuando Maradona entraba a la cancha, se decretaba paro general en el cielo, se suspendían todas las actividades previstas, y Dios le daba el día libre a la Divina Organización de ángeles y santos, para que no se perdieran ni un solo segundo del partido de turno. Una cantidad incalculable de cuerpos se agolparon en el living de esa casa, la que estaba en la nube más alta, para maravillarse con otra función del ídolo. Y los había de todas las clases: había ángeles jóvenes y viejos, y todos los santos y vírgenes. Entre los grandes misterios religiosos, nadie ha podido descifrar cómo tantos cuerpos entraron en una misma habitación. Había fiesta. Faltaba nomás el de abajo, “El rojo”, como le decían, pues nadie se atrevía a decir su nombre: todos recordaban que la última vez que anduvo por el cielo fue cuando Argentina perdió la final de Italia ’90 contra Alemania, y, envueltos en cólera, empezaron a llamarlo “Yetanás”, y no volvieron a invitarlo.

En Rio Grande, el ritual se repite: Tito y Néstor ya habían destapado la primera botella de cerveza, porque estaban hartos de esperar a Germán, que también había llegado tarde cuando se juntaron para ver el debut con Grecia. “Otra vez tarde este boludo”, rezongó Tito, pero Néstor lo calmó: “Contra los griegos también y les metimos cuatro. Capaz es cábala”. En silencio, el instinto bilardista de Tito le dio la razón a Néstor, que luego agregó: “¿Viste cómo están Bati y Cani? ¡Y el Diego ni hablar! ¡Mamita! Éste Mundial no se nos escapa ni locos”. Argentina venía de ganarle 4-0 a Grecia, y quería clasificarse ante Nigeria. Arrancó el partido y al poco tiempo sonó el timbre: “¡Pasá, está abierto!”, bramó Hugo, y se besó el tatuaje de Maradona que tenía en el brazo izquierdo: “Vamos Diegote, vamos eh”, susurró. Era Germán: “Perdón muchachos, me quedé dormido“, y ni tiempo de acomodarse tuvo cuando Samson Siasia marcó el 1-0 para los africanos. “¡Te das cuenta que tu casa tiene algo, Tito, no puede ser! ¡La final del ‘90 también la vimos acá y cagamos fuego! ¡Es mufa!”. El silencio duró un rato, hasta que Caniggia hizo el gol del empate y el que dio vuelta el partido, cuando Hugo justo había ido a la cocina para abrir la tercera cerveza.

“¡Cómo corre Maradona, papi, no lo pueden parar!”, grita la pequeña Laura frente a la tele del bar ‘El Quijote’ en Anchorena y Arenales, mientras abraza a su padre, que le da un beso en la mejilla y le responde: “Es inigualable, hija, un genio. Sabés que no te puse ‘Diego’ de nombre porque a tu madre le parecía una locura, porque sos mujer, pero este tipo se merece todo”, mientras el mozo le sirve el tostado y el cortado que pidió.

En el Foxborum Stadium de Boston, por la Copa Mundial de Fútbol, la Argentina de Alfio Basile es un ballet: al equipo le sobra clase, y es Diego Armando Maradona su más hábil bailarín. A él van todas las patadas de los nigerianos, pero ningún africano se explica cómo no logran quitarle la pelota. Todos anhelan otra gesta magnifica de Diego, pero nadie se imagina que están ante su última danza.

Casi sobre la línea del córner, a los 48 minutos del segundo tiempo, recibió la pelota desde un lateral. Se la entregó Alejandro Mancusso, y el 10 encaró, se sacó dos hombres de encima y luego fue derribado por un defensor. Parece la más trivial de las ocasiones, pero con el tiempo sería la última vez que Diego Maradona tocara una pelota vestido de celeste y blanco.

Y se despidió, sin saberlo, de la misma forma que se había presentado: gambeteando con astucia y descaro. Fue, la tarde del 25 de junio de 1994, cuando Diego jugó su último partido con la selección argentina. Luego, la enfermera, la pena y la lluvia: en Rio Grande, en Boston, en Recoleta y en el mismísimo cielo hubo silencio, seguido de un llanto desolador. Lloró Tito, lloraron Germán y Hugo abrazados, lloraron los ángeles y santos en el regazo de San Pedro, lloró el Diablo y también lloró Gardel aquel melancólico 25 de junio, cuando Diego, sin saberlo ni quererlo, fue por última vez el Diego de todos.

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