Facundo Catalini
16:30 horas en Argentina. 20:30 horas en Madrid. La pelota comienza a girar en el Santiago Bernabéu. La final de la Copa Libertadores estaba en marcha.
Sentado en el sillón, miro con poco entusiasmo el comienzo del partido, manchado por los intereses económicos, mientras espero que mi viejo se prepare. Ambos hinchas de River Plate. Ambos con pocas ganas de ver el encuentro. Nos preparábamos para ver el otro partido. Nos cambiábamos para la ocasión de ver a Defensores clasificar a la segunda fase del Federal A, porque el fútbol no se paralizó literalmente por la superfinal.
Whatsapp de un amigo, también hincha de River: “Venite y 45”. Vive a la vuelta del Salomón Boeseldín, estadio del Granate, y como es costumbre, dejo el auto en la subida de su garaje porque nunca hay lugar cerca del estadio para estacionar. Este domingo iba a ser la excepción.
La boletería. Sin hacer fila, $200 la entrada general. Ya en la puerta para ingresar a la cancha, la primera vista general es Oscar, recibiéndote, listo para cortar el papel sentadito en los fierros que forman un pasillo. La segunda vista general es la del estadio vacío. Faltaba el rollo de pasto seco de las películas del lejano oeste yankee y ambos equipos entrando en calor.
A las 17:00 horas en Argentina. 21:00 horas en Madrid. La pelota comienza a girar en el Salomón Boeseldín. La última fecha de la primera fase del Federal A estaba en marcha. Defensores necesitaba ganarle a Unión de Sunchales (ya clasificado) para pasar a la siguiente instancia.
Se contaban las personas mentalmente. Era de esperarse. Unas treinta en las tribunas de la popular, cuatro en la cantina, unos nenes jugando a la pelota en la cancha de baby y unas 15 en la platea. El Superclásico arrolló. Se llevó todas las miradas y todas las presencias, como era de esperar. Pero hinchas de otros clubes y de River o de Boca, se hicieron presente en la tarde de domingo ramallera.
37 minutos del primer tiempo en Madrid. Gol de Benedetto. Mi viejo escuchando la radio lo comentó. Toda la tribuna se enteró, pero no hubo escándalo, ni gritos de algún Xeneize. No importaba. En Villa Ramallo, la cosa seguía 0 – 0.
Un solo lado positivo tiene que en la cancha haya poca gente. Se escucha todo. Quien ordena, quien recibe las órdenes y a con quien se enojan –con algún que otro insulto- cuando no hacen caso a las indicaciones.
Antes del primer tiempo, a los 31 minutos, llegó el gol de Franco Olego, que ponía a los locales 1 – 0 arriba. Descanso. Con el segundo tiempo, recién comenzado, se interrumpe el partido por una tormenta eléctrica. Muchos tomamos la decisión de irnos a nuestras casas, ya que se veía una espera larga hasta que se reanudase el partido. Nos subimos al auto y emprendimos la vuelta, completamente empapados. Llegamos y pusimos el River – Boca. El alargue. La extensión de la final más larga de la historia. Veo el gol de Juanfer Quintero. Veo el gol del Pity Martínez poniéndome las zapatillas, la decisión estaba tomada. El partido en el Salomón se había reanudado y Unión había puesto el 1 – 1 con un gol en contra de Jorge Scolari. Volvía.
Llegué a la cancha, dejé el auto tirado, bajo y escucho: “¡GOL!” y la voz del estadio anunciado que por medio del número 11, Francisco Borean, Defensores ponía el 2 – 1 y sellaba su clasificación. No era el único que había vuelto, tres personas más ingresaban conmigo. Festejando el empate, sin haberlo visto.
Todos –todos, las 10 personas que habían vuelto- preguntándome como salió River y Boca. Pero por preguntar. El partido seguía y Defensores jugaba como podía. La cancha había quedado muy mojada. Los últimos minutos se hicieron feos y raros. Silbatazo final y victoria Granate.
River campeón y Defensores en la próxima fase. En España se prendieron las luces y en Villa Ramallo, después de la tormenta, salió el Sol.
Contento vuelvo a casa.