martes, diciembre 9, 2025

Cuando el deporte es más fuerte que la desgracia

Por Lucas Alvarado

Un lugar en el club

El gimnasio del Club Ciudad de Buenos Aires se enciende con un sonido que cualquiera que haya pisado una tribuna conoce de memoria: zapatillas que muerden el parquet, una pelota que golpea como boxeador, la voz del entrenador que da órdenes. Es jueves 28 de agosto del 2025, última hora de la tarde. Hay olor a crema desinflamante, a bebida energizante, a madera lustrada. En una punta, tres pibes practican bandejas. En la otra, un grupo ajusta una jugada de salida. En el medio, Lucas Fiorito corre. Se detiene, cambia de ritmo, salta. El rebote cae corto, y lo gana igual con esa garra que no se entrena y, sin embargo, se educa. Fiorito tiene 21 años y, desde los nueve, convive con una ausencia que él ya no enumera: perdió el brazo izquierdo en un accidente de auto. Lo que sí enumera son tiros convertidos y errados, series de sentadillas. La vida del club. La vida real.

¿Qué hace cuando nada le sale?. Fiorito, jugador de Ciudad, No duda: “No queda otra que entrenar de manera intensa; la solución es nada más ni nada menos que entrenando con todo, ¿no?”. ¿Qué lo motiva? “Seguir divirtiéndome con mis amigos, pasar un buen momento; el entrenar me hace bien”, dice, y es una música distinta, cálida, de vestuario. Lo que más disfruta de los entrenamientos es divertirse con sus amigos y competir; la sensación de hacer una actividad, todo ese conjunto de cosas lo llena. Lo escuchan los más chicos. Hace poco les habló ya que tuvo una charla con pequeños de 8 a 16 años del club que entrenan básquet. Cuando le consultan si tiene un sueño, ríe, sincero: “No, nunca me planteé llegar a Primera; jugué en Primera, lo que quise hacer siempre lo hice”. En el parquet del Club Ciudad de Buenos Aires, la pelota vuelve a picar.

Campazzo aceptó el divertido desafío de un joven con un brazo amputado :: Olé - ole.com.ar

El vuelo del disco

En el Liceo Militar General Artigas de Uruguay entrena el equipo de Ultimate Frisbee Flama. El viento hace girar el frisbee con una elegancia que ni la cámara lenta puede imitar. Santiago Rodríguez mide la trayectoria, acelera, estira el brazo izquierdo y lo captura en el último segundo. Lo suyo es el Frisbee y juega en el mejor equipo de Uruguay: un deporte vertiginoso, con reglas claras y una ética que lo atraviesa -el famoso “espíritu del juego”-. Rodríguez nació con una parálisis braquial que afectó su brazo derecho: “Tengo todos los movimientos normales al otro brazo, pero tengo bastante menos fuerza y mucha falta de motricidad fina; me tengo que concentrar demasiado para cosas muy precisas. Todo lo que es agarrar el disco o lanzarlo con la mano derecha se me complica una banda”, cuenta. Podría sonar a barrera. En la cancha, sin embargo, Rodríguez se vuelve parte del paisaje, una variable más del partido, como el viento o el sol bajo. El Ultimate es el deporte que eligió desde chico para su pasatiempo cuando está libre, ya que es el presidente de la Asociación de Deportes con Disco de Uruguay: “Las metas personales están directamente conectadas al deporte”.

Las sombras se alargan y el juego no perdona distracciones. Errar, correr, volver a errar, corregir. “No hay deportista en el mundo al que siempre le salgan las cosas”, dice Rodriguez. Las victorias y la evolución de uno mismo están en haberle errado y poder solucionarlo. En Flama no hay mirada condescendiente. Hay competencia y abrazo. “Que tenga un problema en el brazo no me imposibilita jugar; quizá tengo alguna desventaja comparado al resto, pero no lo noto y no es algo en lo que piense. Las frustraciones existen, así es el deporte, pero son totalmente ajenas a mis condiciones físicas”.

El día a día de Santiago Rodríguez no cabe en ningún manual de autoayuda: “Normal, no tengo problemas graves o no solucionables. Mi mayor desventaja se ve cuando necesito motricidad fina. Llevo una rutina totalmente común. Quizás uso más el brazo izquierdo”. No es un héroe de la superación: “Me considero un deportista como cualquier otro. Me alegro si alguien piensa que la tengo más difícil, pero no lo pienso así. Es mi realidad desde que nací, no es algo que me moleste”. ¿Objetivos? Los de siempre, los del juego: “Conectados al de mi equipo. Queremos seguir mejorando grupal e individualmente. A largo plazo no sabría decir, pero seguro es parecido al de la mayoría”. El disco vuelve a volar. Y él con el frisbee.

El salto que desarma prejuicios

Tennessee, estado del sureste de Estados Unidos con capital en Nashville, vibra con un ruido de bombos que parece venir del Caribe. Entra Hansel Enmanuel, dominicano, 20 años, sonrisa fresca, físico elástico. A los seis un muro de bloques se le vino encima; le amputaron el brazo izquierdo. En la NCAA -la principal organización deportiva universitaria en los Estados Unidos- viste los colores de los Austin Peay Governors desde mayo del 2023, y cada noche construye un escalón: más lectura del juego, más tiro, más defensa. Hay un instante -pasa siempre- en que el público nuevo contiene el aire. Dura poco. Salta Hansel, recoge un pase alto, define arriba del aro. La tribuna explota. Ya no es “el chico que juega con un solo brazo”: es un escolta que entiende. El oficio se hace con constancia: entrenamiento tras entrenamiento, corrección tras corrección. Lo extraordinario sucede cuando lo miramos menos como milagro y más como un trabajo. Él lo sabe. Por eso sonríe cuando falla y vuelve cuando acierta.

La ola calla todo

Hawái abre el día con un filo de luz naranja. Bethany Hamilton de 35 años, camina descalza, la tabla a un costado, la mirada en el horizonte. El ataque de tiburón que le arrancó el brazo izquierdo fue en el 2003; su relato se convirtió en libro: “Alma de Surfista”, su libro en película -mismo nombre del libro-, su película en anécdota. Lo que no se convirtió en nada -porque sigue siendo- es su pacto con el mar. Reza una liturgia íntima: remar, girar, ponerse de pie, ajustar el peso, leer la ola. Cuando toma una y baja, el mundo se reduce a un equipo perfecto: Bethany Hamilton, la tabla, la línea. Después vienen los torneos, las placas, los premios; antes y después, el agua. En esa ecuación, su brazo es un dato, no un destino. Que también es una forma de decir: su vida no cabe en el molde de una moraleja.

Un tres con la cancha entera

Los Polvorines, sol de invierno de 2025. El Estadio Malvinas Argentinas del Club Atlético San Miguel aparece después de una curva, con su aire de complejo olímpico. La calle José León Suárez al 2800 trae olor a choripán y a madera vieja. El campo de juego tiene ese contorno de césped que le da una estética propia. La popular lateral, que supo estar sobre la calle Medrano y en la que alguna vez entraron 1440 lugares, sumó con la reforma de 2019 2880 nuevos hasta llegar a 4320. En la otra cabecera, la que fue de madera, la historia cuenta que en 2009 debieron retirarla; y en julio de 2025, el club levantó una nueva popular con 35 escalones de hormigón. La trama está adentro.

Por la banda, sube Peter Iván Martínez Grance. Tiene 25, se formó en Boca y los fines de semana se calza la camiseta del Trueno Verde. Nació en Pilcomayo, Formosa, sin un brazo. Cuando llegó en 2023 la gente hacía notar que “le falta un brazo”, pero después de unos años es conocido como Peter, el que hizo el gol de penal para volver a la Primera Nacional el 12 de diciembre de 2023. Es 5 de septiembre del 2025 y el Trueno Verde se enfrenta a Almagro. Cuando engancha para adentro y mete el centro atrás. Martinez Grance se le planta al extremo y lo aguanta, paso a paso, sin venderse. En San Miguel no hay versos: rinde el que rinde. Martínez Grance sabe que el fútbol no perdona infladas. Por eso su gesto preferido no es el de la épica sino el de la normalidad: un despeje al lateral, un pique a destiempo, una charla corta con el 5 para acomodar las marcas. Cuando la pelota no sale, vuelve. Cuando sale, lo aplauden. Llega el minuto 81 y le sacan amarilla. Se queja y sigue. El oficio del tres, sin comillas.

El análisis de un profesional

“Naturalizar la situación”, es una frase que desglosa Federico Russo, psicólogo deportivo, sobre los deportistas amputados o con malformaciones y la vista de la sociedad. Cuando un deportista encuentra un profesional de la psicología para atenderse, tiende a tener una rutina particular para realizar sesiones. Sí, distintas a las que tenía Lionel Messi en el Barcelona o que tiene LeBron James. Pero no es porque discriminan. Cada persona tiene su rutina particular. Sin un brazo o con ambos. Porque el humano tiene un cuerpo completamente diferente al de Bethany Hamilton o al de Cristiano Ronaldo, como también tienen distintas formas de recibir el impacto de una derrota, una lesión, un campeonato o el retiro.

Russo toma aire y asegura que hay que naturalizar la situación: “Somos todos humanos, es normal reír, angustiarse o llorar. Perder, ganar o rendirse. Levantarse, caerse y seguir”.

Una normalidad compartida

La tarde en el Club Ciudad ya se hizo noche. En San Miguel, la nueva popular de hormigón guarda ecos. En un parque, un disco dibuja una trayectoria perfecta y cae sólido a una mano que lo espera. En Tennessee ya apagaron las luces del estadio F & M Bank Arena. En Hawái la marea es alta y las olas ya son indomables. Mañana será un nuevo día. Nuevas oportunidades. Nuevas experiencias. No hubo violines, no hubo discurso solemne. Hubo deporte. Y eso, en el fondo, alcanza.

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